01 junio, 2012

ActualPlay - Mundodisco: Ojo de Tasador


Os voy a contar la historia del Ojo del Tasador. Venid, acercaros para escuchar bien mis palabras y que no falte la cerveza con la que humedecer la garganta de este pobre narrador.

Esta historia comienza en la bulliciosa y maloliente Ank-Morpork. Todos conocéis bien los detalles de la ciudad más famosa del disco, así que no entraré en detalles y me centraré en la acción. Tres buenos amigos, de nombres Íñigo (espadachín y duelista nato), Zariel (cazador de monstruos versado en las artes de los magos) y Astaldo (cazador/peletero de pulso de hierro) se hallaban hablando sobre sus últimas venturas, desventuras y conquistas amorosas cuando estalló una tremenda disputa tabernera. Si les preguntaras a cualquiera de ellos, ninguno sabría decirte por qué empezó la pelea… a decir verdad, nadie sabe muy bien por qué empiezan las peleas taberneras en Ank-Morpork, pero lo cierto es que suceden y con más frecuencia de la que se piensa. Podrían haber sido ellos mismos quienes la empezaron y aún así afirmarían que fue otro quien lanzó la primera silla.

La cuestión es que, empezara como empezara, aquella confrontación no parecía interesarles lo más mínimo, de modo que tras intercambiar alguna que otra finta, esquivas in-extremis de sillas y puñetazos voladores, enanos y gigantones, lograron salir del tugurio segundos antes de que un martillo cruzara volando la estancia y se llevara por delante un pilar maestro y parte de la fachada… provocando el fatídico hundimiento de la taberna y las fachadas vecinas.

¡Alboroto, gritos de alarma, sofoco, algún que otro llanto, rapiñeo y tintineo de la guardia respondiendo a las llamadas de las gentes allí congregadas! Mucho polvo se levanto con el derrumbe, pero ello no impidió que algunas personas vieran como los tres amigos se quedaban de una pieza al ver el desastre que se desplomaba a sus espaldas. Pero pasado el estupor entró en juego el instinto de conservación y escaparon rápidos como el rayo antes de que llegara la guardia y empezara a hacer preguntas incómodas. Ya se sabe cómo funcionan estas cosas: Ante la duda, el que queda en pie paga el pato.

Mucho se esforzaron por pasar desapercibidos y escapar de la guardia por separado antes de volver a encontrarse en el punto establecido. Se escondieron por tabernas, callejones e incluso hubo uno que se disfrazó de mendigo, pero la guardia, siempre atenta y vigilante, logró capturar a dos de ellos, llevarlos al cuartelillo (donde les lanzaron las incómodas preguntas de las que andaban huyendo) y finalmente acompañarlos ante el Patricio… mientras Astaldo, disfrazado de mendigo, los esperaba a las afueras del Palacio.

La reunión fue clara y directa. Los destrozos y desperfectos de la trifurca estaban tasados en 100.00$ pro el Gremio de Tasadores y ellos, únicos parroquianos en condiciones de moverse y que habían sido vistos salir de la taberna pocos segundos antes de venirse abajo, debían pagar el pato mediante la firma de un contrato de servicios a la comunidad, o lo que es lo mismo, al Patricio, por una cantidad de tiempo igual a 1 año por cada 1000$ de desperfectos… ya fuera en vida o muerte, por si acaso tenían la tentación de acortar sus vida a fin de esquivar el contrato. ¿La otra opción? Cruzar una hermosa puerta que escondía un pozo sin fondo al que, el precavido de Zariel, tuvo la buena maña de asomarse con cuidado y no entrar sin mirar abajo. Reticencias, negaciones de culpa o presencia, miradas esquivas, pulsos a la paciencia del Patricio y finalmente firma de contrato con rúbricas falsas y fuera de mi Palacio, que ya tendréis noticias mías.

Ya fuera del Palacio contaron lo sucedido a Astaldo y comenzaron a planificar su huida de la ciudad, pues una cosa estaba clara: tenían que salir de la ciudad y poner pies en polvorosa… y así hicieron.

Vagaron por caminos sin rumbo hasta que, al día siguiente, dos duendecillos de voz chillona les entregaron un mensaje lacrado y firmado por el Patricio en el que se les encomendaba su primer servicio a la comunidad: Cobrar el impuesto gremial al Gremio de los Mendigos. Si te he visto no me acuerdo, debieron pensar los tres amigos, que apuraron aún más el paso para llegar a un puerto que los llevara a otro continente. Nueva noche, susto nocturno de mano de unos tristes goblins que andaban cazando un ciervo para cenar y, al día siguiente, otros dos duendecillos voladores pisándoles los talones. Íñigo no tuvo problemas en recibir al suyo, no así Zariel, que decidió ocultarse bajo las aguas del río cercano mediante medios mágicos hasta que el duendecillo, cansado de buscar y rebuscar, se dio por vencido y volvió a Palacio. El tiempo se les acababa, pues los tres intuían que no habría un tercer mensaje.

Espoleados y agotados sus corceles, llegaron finalmente a un puerto apto para sus pretensiones y, tras duras negociaciones y esquivas a firmar nuevos documentos que licitasen las transacciones con un marinero y el dueño de un establo, lograron encontrar un barco que zarparía al día siguiente y un establo donde dejar sus animales a buen recaudo. ¿Qué hacer para matar el tiempo? ¡Busquemos un trabajo! Así, esquivando mendigos pidiendo limosna, encontraron un letrero en la plaza del pueblo por el que un ermitaño buscaba brazos fuertes que lidiaran con una asquerosa plaga de ratas… y estaban a punto de marchar al bosque cercano cuando, aburridos de esquivar mendigos pensaron: ¿por qué no informar a los mendigos de los planes del Patricio? Tras mucho preguntar en el poblado, finalmente se toparon con aquel al que todos llamaban el ciego del Templo, un mendigo curtido y veterano capaz de sacar una copa de vino hasta al más astuto de los tacaños. Les dio las indicaciones para llegar a la delegación del Gremio, sí, pero como los tres amigos no las veían nada claras y por ver, entiéndase la ironía, decidieron esperar a que finalizara la jornada laboral del mendigo y los acompañara.

Vuelta, revuelta, llegamos, presentación, entrega de pergamino, no sé leer, dame que yo sí, no te cobro pero dame algo por la información privilegiada, aquí el que pide soy yo, tensión, más tensión y finalmente desencuentro. ¡Zarapastrosos! Fue el grito de alarma que hizo entrar a ocho de los mendigos más desagradables y asquerosos del lugar, de esos a los que les das lo que te pidan a cambio de perderles de vista y librarte de su paladar olfativo. Y ese fue el fin de la sede del gremio en aquella localidad, pues Zariel, incapaz de contener las fuerzas octarinas que manaban de su interior, canalizó erróneamente la fuerza elemental del fuego… o más bien, no consiguió darle las indicaciones correctas, estallando una tremebunda bola de fuego bajo sus faldones que lo hizo elevarse en las alturas cual fuego de artificio. Como era de esperar, la paja y la madera se prendieron y todo el edificio y sus ocupantes ardieron en llamas, gracias también a la ayuda de Íñigo y Astaldo, que aplicando una vez más la ley de la conservación por la cual: si no queda nadie en pie, aquí no ha pasado nada, bloquearon la puerta del granero desde fuera. Por suerte para Zariel, la inercia del movimiento ascendente, descendente al acabarse el conjuro, el viento, el campaneo de los faldones y los intentos fallidos por volar, hicieron que la trayectoria de bajada no fuera recta y terminara rodando por el tejado y estrellándose contra el barro… fuera del granero y no dentro. Evidentemente, no se quedaron para ver cómo se extendían las llamas entre los edificios cercanos y pusieron pies en polvosa para atender las necesidades del ermitaño.

Ya en el bosquecillo, Zariel notó algo extraño… una perturbación en la octoesencia que finalmente le hizo deducir que el bosque estaba habitado por dioses tiempo ha olvidados. Como era de esperar, se guardo parte de la información para sí y siguieron caminando hasta llegar al claro en que se encontraba… la enorme mansión de manufactura exquisita y cantos de oro y plata del ermitaño, el cual salió a recibirlos vestido con lujosas prendas y un bastón de plata y pomo de jade.

El nervioso personajillo no tardó mucho en contarles la historia de cómo había abandonado el Gremio de Tasadores, ingresado en el de Mendigos (no le informaron del estado en que habían dejado la delegación cercana) e iniciado una nueva vida como ermitaño. Íñigo y Astaldo, con ojos como platos ante tanto lujo, se intrigaron sobre qué escondía la cueva realmente y Zariel logró sonsacarle al anciano “la verdad” de sus riquezas. En la cueva habitaba un dios olvidado al que había jurado rendir pleitesía y adorar a cambio de una vida satisfactoria… pero desde que tomaran esas ratas enormes con púas en la espalda y colmillos afilados la cueva como madriguera, había perdido contacto con su dios y no podía rendirle culto en las horas establecidas. “¿Dónde está la cueva?” “Por ahí”. Espada en el pecho, hacha en la cabeza, ermitaño muerto y esta casa, lujos y dios son ahora míos, proclamaron a la vez Íñigo y Astaldo ante el esperpento y rechazo de Zariel. ¿Siguiente objetivo? La cueva, que resultó ligeramente abrasada por una bola de fuego de Zariel que mató a la mayor parte de los puercoespines gigantes e hizo salir a los restantes, los cuales fueron rápidamente exterminados por la mano experta de Íñigo y las flechas certeras de Astaldo.

Con la cueva limpia y el altar despejado, los tres amigos se internaron dentro y pactaron una pleitesía con el pequeño dios tiempo ha olvidado, el cual se sintió enormemente contento por la repentina proliferación de creyentes. Ellos adorarían al dios, le rendirían culto en las horas establecidas, odiarían a quien odiara el dios, adorarían a quien adorara el dios y a cambio, este les daría los mismos lujos que al ermitaño y les protegería del Patricio y su gólem… siempre y cuando no abandonaran sus dominios, ya que su poder era todavía muy limitado.

Satisfechos y exultantes salieron de la cueva. Íñigo y Astaldo ya soñaban con sus riquezas y la fundación de su propia ciudad, culto y rebaño en los dominios de su nuevo dios… pero Zariel sonreía con sorna por lo que él sabía y ellos no.

Pasados unos meses y con el proyecto de nueva vida ya en marcha, Zariel tomó a sus amigos y los elevó en las alturas mediante medios mágicos, allí pudieron constatar lo que realmente vio Zariel cuando se encontraron con el ermitaño: Que la mansión era una cabaña medio derruida, las riquezas piedras, palos y objetos oxidados y que todo lo que les había dado el dios no era más que atraparlos en un área de ilusión con la que aplacar sus caprichos a cambio de fe y devoción ciega.